El tren que paró la matanza
La historia del coche del armisticio de 1918 en Compiègne que puso fin a la Primera Guerra Mundial
Los trenes tuvieron su parte de responsabilidad en la I Guerra Mundial:
fueron fundamentales en la movilización de tropas —uno de los factores
que hizo imparable la contienda— y luego continuaron llevando carne de
cañón fresca hasta las trincheras. Es curioso, por tanto, que fuera en
un tren donde acabó la guerra.
Son muchos los trenes famosos, el Transiberiano, el Orient Express,
el de Pancho Villa o el que atravesaba el puente sobre el río Kwai. Pero
seguramente ninguno de sus vagones ha sido tan importante en la
historia como el del tren del mariscal Foch utilizado para la firma del
armisticio que puso fin a la gran carnicería de la Gran Guerra. En ese
vagón desde luego no se gritó la mítica “¡Más madera que es la guerra!”
como en el tren de los Hermanos Marx (donde tampoco se hacía), sino muy
al contrario.
Era el 11 de noviembre de 1918 y a las 5 horas y 12 minutos de la
mañana los plenipotenciarios aliados y alemanes acordaban en el vagón el silencio de las armas tras 1.560 días
de la peor guerra que había visto el mundo. El armisticio no entró en
vigor hasta las 11 horas pero entonces dio lugar a una inmensa oleada de
alegría y alivio. “Te escribo con lágrimas en los ojos”, anotó un
soldado francés expresando el sentimiento de millones. “Me he enterado
del fin de las hostilidades, el final de esta terrible guerra, es el
mejor día de mi vida”. La historia del acto de la firma y la del vagón y
su extraño destino —Hitler lo volvió a utilizar, como revancha, para
otro armisticio, el del 22 de junio de 1940, tras vencer a Francia—,
merecen ser recordadas este año del centenario del inicio de la Gran Guerra.
Llovía a cántaros el otro día en Compiègne —como lo hacía aquel 11 de
noviembre de 1918— mientras un grupo de visitantes abandonábamos
contritos la seguridad del autocar para adentrarnos en los bosques desde
el aparcamiento a fin de llegar a la zona conmemorativa del armisticio.
Era un desazonador y húmedo fastidio pero pensándolo bien resultaba una
buena manera de recordar el barro y la miseria de las trincheras. Lo
revivió intensamente sin duda un portugués que tropezó en un bajo
cercado de alambre para desplomarse con toda su humanidad en el barrizal
componiendo una imagen digna del ataque de los fusileros reales galeses
en Passchendaele.
Atravesamos el Claro del Armisticio, una gran rotonda similar a la
plaza de l’Etoile de París, y sus monumentos, con la premura de un
avance al descubierto para refugiarnos en el museo. En el interior del
edificio el visitante se encuentra con un antiguo vagón ornado de
banderas francesas y flanqueado por lanzas con pendones. Por las
ventanas se puede ver una mesa en la que se indican los nombres y la
situación de los firmantes del armisticio. Pese al impacto que provoca,
no es el vagón real de la firma. El vagón original, el número 2.419 D de
la Société des Wagons-Lits convertido en despacho móvil de Foch, fue
destruido por un incendio en otro bosque lejano, el de Turingia, donde
había sido trasladado desde Berlín tras llevárselo los alemanes en 1940.
Según una versión, lo destruyeron las SS por orden de Hitler para
evitar que volviera a ser usado en otra rendición…
La extravagante elección de un vagón y de un bosque en Compiegnes en
1918 se explica por la voluntad de Foch de firmar el armisticio en un
lugar discreto, al amparo de la mirada de los curiosos y de la
(merecida) animosidad que los franceses podían mostrar hacia los
enviados alemanes. El mariscal Foch hizo llevar su tren especial que
empleaba a menudo como puesto de mando a un discreto ramal ferroviario
con dos vías paralelas que se había usado para trasladar artillería al
frente del Oise. En una se estacionó el tren del comandante en jefe
aliado, de diez vagones, incluido el susodicho vagón-salón 2.419 D, y en
la otra el que llevaba a los representantes alemanes. Estos habían
realizado un largo y peligroso (y melancólico) viaje: tras cruzar las
líneas en coches propios fueron trasladados a automóviles franceses que
los llevaron hasta el tren puesto a su disposición. Un tren con cierta
mala baba, pues incluía el vagón-salón del emperador Napoleón III, un
guiño al desastre de Sedán y una sutil forma de revancha sobre la
derrota de 1870.
El 8 de noviembre el tren que lleva a los alemanes se detiene en la
vía paralela al de Foch. Los cuatro representantes del país derrotado
descienden y cruzan cariacontecidos los 60 metros que los separan del
vagón 2.419 D. Allí se reúnen con la representación aliada y el
mariscal, que no se muestra precisamente simpático, por no decir que
está bastante borde. El general Weygand lee las duras condiciones del
armisticio: retirada hasta el otro lado del Rhin y entrega de toda la
flota y numerosas armas. El secretario de Estado Ezberger se indigna. El
capitán de navío Von Vanselow —que se queda sin barcos— llora. Tras
tres días de reflexión en su tren, consultas con su Gobierno y la
amenaza de Foch de atacar en Lorena, los alemanes regresan al vagón y
firman lo que haga falta. Foch se limita a decir “muy bien”, y se
marcha.
Durante años el sitio permanece abandonado y el vagón de la firma se
exhibe en París, en el patio de los Inválidos. El 11 de noviembre de
1922 se inaugura la monumentalización del espacio. Los lugares en que se
aparcaron los trenes quedan señalados, se crea una Vía de la Victoria y
se instalan varias obras conmemorativas. En 1927 se completará el lugar
con la instalación del vagón y la construcción de un museo para
albergarlo.
Hitler, que consideraba una humillación y una provocación el
despliegue de Compiègne, acudió en persona, y más contento que unas
pascuas, el 21 de junio de 1940 al calvero del armisticio, donde, además
de llenarlo todo de esvásticas, había hecho colocar de nuevo el vagón
—tras sacarlo del museo, que fue derruido— para que se firmara la
rendición francesa. Luego ordenó que el vagón fuera llevado a Alemania.
Con la liberación, las tornas volvieron a cambiar. Se celebró una
“ceremonia de purificación”, se reconstruyeron los monumentos destruidos
y se edificó el museo actual, en el que se instaló un vagón de la misma
serie que el exiliado y destruido. El lugar se ha ido enriqueciendo
desde entonces con otros monumentos y recuerdos, entre ellos restos del
vagón original, como los pasamanos, recuperados en el lugar del incendio
en Alemania. Además del vagón de pega, se pueden ver sendas
exposiciones sobre las dos guerras mundiales, con cascos, armas,
maniquíes en uniforme e infinitud de otros objetos, algunos tan
apasionantes como un fragmento de la hélice del
Vieux Charles
—el aeroplano Spad S VII del gran as Georges Guynemer—, el banderín del
general Pershing o ¡el tintero de Foch!, que a estas alturas ya debe de
estar seco
fuente
El País