La agonía del tren lunático
La legendaria línea férrea construida hace un siglo entre el Índico y el lago Victoria, que cautivó a Churchill y Karen Blixen, pervive en Kenia como refugio de nostálgicos
En
la estación de Mombasa sólo se escucha la voz de Leonard Malukeya,
quien, guitarra en bandolera, canta el tradicional «Kumbaya, my Lord»
para pagar la universidad a sus dos hijas. Apenas una decena de
«mzungus» (hombre blanco en swahili) esperan en el andén a que la
locomotora y su interminable ristra de vagones se pongan en marcha. El
tren que está a punto de salir no es un tren cualquiera. Es un mito
sobre raíles. Se trata del legendario Lunatic Express (Tren Lunático)
que construyeron los británicos a finales del XIX para conectar la costa
con el lago Victoria y afianzar su dominio del Alto Nilo, facilitando
el transporte de mercancías en su protectorado. Para ser justos, quienes
lo construyeron fueron los 35.000 «coolies» indios empleados en el
descabellado proyecto. Pagaron un alto precio: 2.500 murieron por
enfermedades tropicales, ataques de fieras y, también, de tribus
indígenas que no estaban dispuestas a permitir el paso del gigante de
hierro por sus tierras. Nadie se creía que fuese posible tender 900
kilómetros de vía entre Mombasa y Kampala, la capital de Uganda, a
través de sabanas repletas de animales salvajes y de los barrancos del
Valle del Rift. Los debates en el Parlamento fueron acalorados y un
diputado radical, Labouchere, clamó desde la tribuna contra «esa línea
lunática». La Uganda Railway acababa de ser rebautizada.
El oropel del tren que enorgulleció a la Inglaterra victoriana hace tiempo que se ha desvanecido, pero el Lunatic Express sigue cubriendo el recorrido, ahora sólo hasta la ciudad keniana de Kisumu, tres veces por semana. En primera clase, el billete a Nairobi (75 dólares) incluye un camarote con una litera, cena y desayuno. Su aspecto es el de un viejo tren de cercanías pero, pese a la pintura desconchada, los pasillos estrechos y el ambiente decadente, asomándose a las ventanillas todavía se percibe un halo de ese romanticismo que cautivó a personajes tan dispares como Winston Churchill, Karen Blixen (quien vio desde él por última vez sus queridas colinas de Ngong), Ernest Hemingway o Evelyn Waugh, que sufrió tres descarrilamientos en este mismo trayecto.
El tren traquetea sobre los estrechos raíles, silbando el orgullo de su estirpe y empeñado en no doblar la rodilla pese a las adversidades, cuando un empleado recorre los compartimentos llamando a a cenar con un tintineo. Todo el vagón-restaurante está vacío, pero a los comensales nos agrupan en dos mesas para economizar esfuerzos. Del techo cuelga una hilera de oxidados ventiladores. Las camareras visten uniformes y zapatillas y sirven la comida a cucharones en bandejas de peltre, una fugaz regresión a la lejana mili. La cubertería de plata ha sido sustituida por platos de plástico y servilletas de papel. En apenas diez minutos termina el servicio y, mientras los empleados cenan, unas mesas más atrás, ugali con pollo, los turistas tienden a ensimismarse suspirando por un poco de épica. El punto álgido de «una de las líneas de ferrocarril más románticas y maravillosas del mundo», en palabras de Churchill, el parque de Tsavo, se pasa de noche, pero es inevitable acordarse de los 132 trabajadores (los estudios, siempre dispuestos a derribar los mitos, los han reducido a 35) devorados por dos leones mientras se construía un puente sobre el río Tsavo. El coronel e ingeniero británico John H. Patterson consiguió abatirlos en diciembre de 1898 y luego, ya disecados, los vendió al Museo de Historia Natural de Chicago, donde siguen expuestos. A punto de llegar a nuestro destino, la sucesión de animales salvajes del Nairobi National Park pronto entrega el testigo a los «slums» (poblados chabolistas) de las afueras de la capital de Kenia. El Lunatic Express, en un último esfuerzo con sabor a hollín, exhala un sonoro silbido como pretendiendo reivindicar su marchito orgullo. Pese a todo, se resiste a olvidar quién es.
El oropel del tren que enorgulleció a la Inglaterra victoriana hace tiempo que se ha desvanecido, pero el Lunatic Express sigue cubriendo el recorrido, ahora sólo hasta la ciudad keniana de Kisumu, tres veces por semana. En primera clase, el billete a Nairobi (75 dólares) incluye un camarote con una litera, cena y desayuno. Su aspecto es el de un viejo tren de cercanías pero, pese a la pintura desconchada, los pasillos estrechos y el ambiente decadente, asomándose a las ventanillas todavía se percibe un halo de ese romanticismo que cautivó a personajes tan dispares como Winston Churchill, Karen Blixen (quien vio desde él por última vez sus queridas colinas de Ngong), Ernest Hemingway o Evelyn Waugh, que sufrió tres descarrilamientos en este mismo trayecto.
El tren traquetea sobre los estrechos raíles, silbando el orgullo de su estirpe y empeñado en no doblar la rodilla pese a las adversidades, cuando un empleado recorre los compartimentos llamando a a cenar con un tintineo. Todo el vagón-restaurante está vacío, pero a los comensales nos agrupan en dos mesas para economizar esfuerzos. Del techo cuelga una hilera de oxidados ventiladores. Las camareras visten uniformes y zapatillas y sirven la comida a cucharones en bandejas de peltre, una fugaz regresión a la lejana mili. La cubertería de plata ha sido sustituida por platos de plástico y servilletas de papel. En apenas diez minutos termina el servicio y, mientras los empleados cenan, unas mesas más atrás, ugali con pollo, los turistas tienden a ensimismarse suspirando por un poco de épica. El punto álgido de «una de las líneas de ferrocarril más románticas y maravillosas del mundo», en palabras de Churchill, el parque de Tsavo, se pasa de noche, pero es inevitable acordarse de los 132 trabajadores (los estudios, siempre dispuestos a derribar los mitos, los han reducido a 35) devorados por dos leones mientras se construía un puente sobre el río Tsavo. El coronel e ingeniero británico John H. Patterson consiguió abatirlos en diciembre de 1898 y luego, ya disecados, los vendió al Museo de Historia Natural de Chicago, donde siguen expuestos. A punto de llegar a nuestro destino, la sucesión de animales salvajes del Nairobi National Park pronto entrega el testigo a los «slums» (poblados chabolistas) de las afueras de la capital de Kenia. El Lunatic Express, en un último esfuerzo con sabor a hollín, exhala un sonoro silbido como pretendiendo reivindicar su marchito orgullo. Pese a todo, se resiste a olvidar quién es.
Los kenianos prefieren el autobús
El
Lunatic Express cubre el trayecto de 440 kilómetros entre Nairobi y
Mombasa en catorce horas, a poco más de 30 por hora de media, pero la
propia Kenya Railways Corporation advierte de que «hay que estar
preparado para un largo viaje» porque normalmente se prolonga algunas
más. No es de extrañar que los kenianos prefieran el autobús, mucho más
rápido, para desplazarse de la capital a la costa y vicecersa. A la hora
de organizar el viaje, Kobo Safaris se sorprendió incluso de que
renunciásemos a un par de días en la isla de Lamu, la joya keniana del
Índico, para subir a un viejo tren en desuso. Pero los sueños de África,
a veces, tienen estas cosas.
fuente La Razón
No hay comentarios:
Publicar un comentario