Una vida en el tren
Hijo y nieto de ferroviarios, su destino era subirse a las locomotoras. Encendedor primero, fogonero después y por último maquinista. ahora, ya jubilado, los construye
Se ha pasado más de media vida subido al tren, impregnado en el olor del humo del carbón, sumergido en noches que rasgaban vías como escaleras hacia el amanecer. Ahora los hace, de memoria, porque conoce las locomotoras «desde el primer hasta el último tornillo». Roberto Alonso Enríquez, hijo y nieto de ferroviarios, lleva el tren en el ADN.
Nació
el último año de la guerra, el 16 de julio de 1939, en unos tiempos
oscuros de miseria y dolor. Para su madre, Erenia («no sé de dónde viene
el nombre», dice), era su primer hijo. Años después vendría Rodolfo, su
hermano, que falleció hace dos años. Los críos crecieron en una
Ponferrada cuyas grietas estaban siempre cubiertas de hollín y en el que
se jugaba en calles sin asfaltar.
Su padre, Vicente, asturiano y empleado de Renfe, no les duró mucho. Con catorce años Roberto se quedó huérfano. Erenia era una gallega fuerte pero ¿cómo alimentar a dos rapaces en aquellos tiempos? Así que Roberto ingresó en el Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Renfe en Dehesa de la Villa, Madrid. Y, con inmensa pena, tuvo que separarse de su hermano. A Rodolfo, de siete años, le tocaba en suerte el Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Ávila.
Años de estudio y nostalgia de la madre, sola en esa Ponferrada gris y lejana. Hasta la licencia, cuatro años después, cuando Roberto ya tenía el ‘título’ (no era tal, claro) de mecánico ajustador.
Hizo las prácticas en Renfe y después llegó la Minero Siderúrgica de Ponferrada, MSP. Recuerda perfectamente el día: el 28 de julio de 1958. «Entré en el turno de noche», rememora.
«Yo podía haber trabajado en la térmica de Compostilla, gracias a una amistad, pero quise seguir unido al ferrocarril. Siempre he dicho que no hay mejor trabajo que el que le gusta a uno», asegura. Eran años difíciles y el salario era bajo: 918 pesetas al mes. «En esos tiempos se pasaban necesidades y quedaba poco sueldo. Eran doce o catorce horas encima de la máquina y veías a los hijos sólo de noche. Era un sacrificio muy grande», evoca.
Empezó como encendedor de locomotoras, tenía que limpiarlas y encenderlas. Aquel olor del algodón impregnado en petróleo o en aceite, de la leña, de las briquetas de carbón, no se olvida. El hombre del fuego. Los domingos por la noche a lo mejor tocaba encender diez o doce locomotoras. «Se encendía máquina por máquina y después venía el maquinista».
De ahí a fogonero en prácticas. Había que alimentar la caldera y echar carbón a la gran boca de la locomotora. Poco a poco se iban dando pasos y mejorando el sueldo. Cuando faltaba un maquinista de la línea le tocaba a él, pero había que sacar el título.
El día del examen de maquinista tampoco se borra de su cabeza. Será por los nervios que pasó. El tren: el número 21 que salía a las 4.30 horas de una Ponferrada aún sumergida en un sueño pegajoso.
Pasó el examen práctico y también el teórico y empezó la conducción de las máquinas. De Ponferrada a Villablino, «por ramales», dice. Los vagones llenos de carbón que iba al lavadero, las paradas para recoger el material almacenado en Villaseca o Caboalles. El carbón que daba luz y calor y ponía el pan en las casas del Bierzo.
Lo de hacer maquetas vino cuando la jubilación, en el 94. Roberto no se quiso despedir de su pasión por el ferrocarril y la trasladó a casa, para pasar las largas tardes creando las vías que antes había recorrido, construyendo locomotoras, ideando los paisajes que había visto al amanecer. Haciendo memoria con las manos. «Me jubilé en diciembre y en enero del 95 ya empecé a construir mi primera maqueta».
Tiene ya media docena de la MSP y unas cuantas de Renfe. Elisa, su mujer, es paciente con su pasión por las maquetas y éstas son además una buena oportunidad para que los seis nietos conozcan las locomotoras que ahora languidecen como dinosaurios de hierro en el Museo del Ferrocarril de Ponferrada. Muchas de ellas están expuestas ahora en el Museo Nacional de la Energía en Ponferrada.
Su próximo proyecto: el tren correo de la MSP, aquel en el que llegaban las cartas del novio (o al revés). La nostalgia epistolar de unas palabras de amor que el tren ya no lleva.
fuente http://www.diariodeleon.es
Su padre, Vicente, asturiano y empleado de Renfe, no les duró mucho. Con catorce años Roberto se quedó huérfano. Erenia era una gallega fuerte pero ¿cómo alimentar a dos rapaces en aquellos tiempos? Así que Roberto ingresó en el Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Renfe en Dehesa de la Villa, Madrid. Y, con inmensa pena, tuvo que separarse de su hermano. A Rodolfo, de siete años, le tocaba en suerte el Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Ávila.
Años de estudio y nostalgia de la madre, sola en esa Ponferrada gris y lejana. Hasta la licencia, cuatro años después, cuando Roberto ya tenía el ‘título’ (no era tal, claro) de mecánico ajustador.
Hizo las prácticas en Renfe y después llegó la Minero Siderúrgica de Ponferrada, MSP. Recuerda perfectamente el día: el 28 de julio de 1958. «Entré en el turno de noche», rememora.
«Yo podía haber trabajado en la térmica de Compostilla, gracias a una amistad, pero quise seguir unido al ferrocarril. Siempre he dicho que no hay mejor trabajo que el que le gusta a uno», asegura. Eran años difíciles y el salario era bajo: 918 pesetas al mes. «En esos tiempos se pasaban necesidades y quedaba poco sueldo. Eran doce o catorce horas encima de la máquina y veías a los hijos sólo de noche. Era un sacrificio muy grande», evoca.
Empezó como encendedor de locomotoras, tenía que limpiarlas y encenderlas. Aquel olor del algodón impregnado en petróleo o en aceite, de la leña, de las briquetas de carbón, no se olvida. El hombre del fuego. Los domingos por la noche a lo mejor tocaba encender diez o doce locomotoras. «Se encendía máquina por máquina y después venía el maquinista».
De ahí a fogonero en prácticas. Había que alimentar la caldera y echar carbón a la gran boca de la locomotora. Poco a poco se iban dando pasos y mejorando el sueldo. Cuando faltaba un maquinista de la línea le tocaba a él, pero había que sacar el título.
El día del examen de maquinista tampoco se borra de su cabeza. Será por los nervios que pasó. El tren: el número 21 que salía a las 4.30 horas de una Ponferrada aún sumergida en un sueño pegajoso.
Pasó el examen práctico y también el teórico y empezó la conducción de las máquinas. De Ponferrada a Villablino, «por ramales», dice. Los vagones llenos de carbón que iba al lavadero, las paradas para recoger el material almacenado en Villaseca o Caboalles. El carbón que daba luz y calor y ponía el pan en las casas del Bierzo.
Lo de hacer maquetas vino cuando la jubilación, en el 94. Roberto no se quiso despedir de su pasión por el ferrocarril y la trasladó a casa, para pasar las largas tardes creando las vías que antes había recorrido, construyendo locomotoras, ideando los paisajes que había visto al amanecer. Haciendo memoria con las manos. «Me jubilé en diciembre y en enero del 95 ya empecé a construir mi primera maqueta».
Tiene ya media docena de la MSP y unas cuantas de Renfe. Elisa, su mujer, es paciente con su pasión por las maquetas y éstas son además una buena oportunidad para que los seis nietos conozcan las locomotoras que ahora languidecen como dinosaurios de hierro en el Museo del Ferrocarril de Ponferrada. Muchas de ellas están expuestas ahora en el Museo Nacional de la Energía en Ponferrada.
Su próximo proyecto: el tren correo de la MSP, aquel en el que llegaban las cartas del novio (o al revés). La nostalgia epistolar de unas palabras de amor que el tren ya no lleva.
fuente http://www.diariodeleon.es
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