Lo extraordinario, lo mejor y lo pésimo en la tragedia de Angrois
Albert Camus advertía de que las catástrofes
provocaban, en su descripción, una cierta retórica. Seguramente tenía
razón. Pero no lo es –no es retórica– en esta ocasión plantear un
dilema: o caer en el pesimismo –el dolor por las víctimas es
inevitable—porque, como escribió Shakespeare, “cuando llega la desgracia nunca viene sola sino a batallones”, o aferrarse al consuelo que glosó –y viene a cuento—nuestro José Donoso Cortés: “hay que unirse, no para estar juntos, sino para hacer algo juntos”. Pues bien, opto por lo segundo: en el terrible accidente de la parroquia santiaguesa de Angrois
la autoestima aconseja en estos tiempos de depresión y ahogos subrayar
que en la desgracia, los gallegos se unieron para hacer algo juntos. Y a
su lado, aunque fuese anímicamente, la inmensa mayoría de los
españoles.
Lograr “hacer juntos” algo tan excelso como entregarse
sin medida ni reserva al salvamento de las víctimas y a la atención de
sus familiares tendría que invitar a redescubrir las fortalezas de la otra España
que es tan real como la que ofrece su peor faz. Y junto a este rasgo
colectivo de generosidad, constatar también que, frente a muy recientes
ineficacias y descoordinaciones (por ejemplo, la tragedia del Madrid
Arena o la opacidad del accidente del metro de Valencia), el
Estado, considerado en toda la acepción del concepto, ofreció unas
señales de eficacia asistencial y de servicio a las víctimas que, no por obligados, deben dejar de destacarse.
Los bomberos abandonaron la huelga; los hosteleros ofrecieron gratuitamente alojamiento; los profesionales médicos regresaron de sus vacaciones; los vecinos se coordinaron con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y los voluntarios; los servicios sanitarios actuaron fulminantemente; los donantes llenaron el banco de plasma que alcanzaría a cubrir hasta 2.000 intervenciones quirúrgicas; los forenses trabajaron en las autopsias e identificaciones con rapidez encomiable, tarea en la que siguen; el poder judicial montó una oficina para expedir de inmediato autorización de traslado de las víctimas; los procuradores de los Tribunales ofrecieron gratuitamente su asesoramiento; las redes sociales han callado en señal de duelo; las autoridades
estuvieron al pie del cañón y sin oportunismos sectarios; se
trasladaron allí el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición,
además de otros dirigentes políticos y no faltaron los Reyes –los dos, superando su incomunicación personal— y ayer los Príncipes de Asturias como expresión última de una acción social y estatal a la altura de la magnitud de la catástrofe.
El
Estado, considerado en toda la acepción del concepto, ofreció unas
señales de eficacia asistencial y de servicio a las víctimas que, no por
obligados, deben dejar de destacarse
Todos esos comportamientos –especialmente los sociales—resultaron extraordinarios. Los mejores tienen que ver con otras actitudes. Nadie tuvo la ocurrencia de precipitarse en una comparecencia pública para explicar lo que aún no tiene explicación cabal. Ni Renfe, ni Adif, ni el juzgado competente confiscó el video
con las imágenes reales del accidente, tentación de los poderes
administrativos y judiciales muy habitual en estos casos. Transparencia.
Y contención absoluta en los medios de comunicación
que, quizás por primera vez de forma casi unánime, han evitado imágenes
de las víctimas destrozadas renunciando así al morbo amarillento e
insensible que en nuestro país, quizás por el fenómeno del terrorismo,
ha sido muy común. Se ha respetado ese refugio que constituye la
intimidad de las víctimas y de su entorno familiar.
Desafortunadamente, se han producido también errores de pésima factura, El presidente de la Corporación Radio Televisión Española, debe someter a reflexión la reacción ante el accidente de los servicios informativos de TVE.
Fueron durante muchas horas muy por detrás, no sólo de los
acontecimientos, sino de las demás cadenas de televisión, incluidas las
pequeñas que, como 13 TV e Intereconomía, mostraron una cintura que Julio Somoano –más por inexperiencia que por incompetencia—no ha logrado hasta el momento en la televisión pública.
También la vicepresidenta y ministra de la Presidencia –Soraya Sáenz de Santamaría—debería reflexionar sobre si la Secretaría de Estado de Comunicación no requiere de mayor atención y mejores y mayores recursos. Es abochornante que la nota de condolencia emitida por ese organismo tenga una errata de dimensiones cósmicas al referirse al terremoto de Gansu y a la remisión de abrazos al pueblo chino. Corta y pega.
Y pésima imagen –aunque en estos momentos lo primordial sean las víctimas y sus familiares—de la infraestructura de bandera de España en el mundo: el transporte ferroviario de pasajeros.
La investigación ofrecerá todas las claves de por qué se produjo la
tragedia. Pero hay que comenzar a pensar desde este momento en
rehabilitar –a la vista de concursos internacionales en los que compite
España, como en Brasil—la idoneidad y seguridad de la alta velocidad española –la primera del mundo, después de China—o de la velocidad alta, matiz al que los expertos dotan de importancia.
¿Fue
un fallo humano? ¿Fue un fallo técnico? ¿Se trató de una combinación de
ambos? En momentos en los que la oportunidad de exportar nuestro
expertise
tecnológico en el transporte ferroviario es una de las pocas bazas que
tenemos, además de los servicios y la industria agropecuaria, habrá que
volcarse en saber qué ocurrió en esa malhadada curva de
la parroquia compostelana de Angrois, escenario estos días de ese otro
país con unos motores morales y estatales que alientan la esperanza,
alimentados, en palabras de mi colega Enric Juliana, con “la trama de afectos” que “abarca a todas las Españas”.
fuente
http://blogs.elconfidencial.com